
La frase es de Carl Gustav Jung y fue lo primero que se vino a mi cabeza cuando vi esto, un árbol de mi jardín que cayó hace dos semanas. Hubo una intensa tormenta de viento que venció estos 50 metros de árbol: “es porque el follaje era mucho, hizo una tremenda palanca” me explicaron. Raciocinio impecable, leyes causales de la física, incuestionable verdad. Desde otro ámbito del estudio de los ecosistemas me contaron: “son árboles introducidos a Chile, no están hechos para nuestro suelo y clima”. Lógica impecable también, todo lo que quedó en pie por aquí es una especie nativa. Sin embargo, para mí la intensidad del viento, soplando salvajemente como el primerizo Enlil (Dios sumerio de los vientos) fue una experiencia profunda de conexión con la naturaleza y con “mantener el centro en la tormenta”.
Participé de la tormenta con cierta sacralidad, sin sentimiento de amenaza ni miedo, expectante frente al despliegue de lo que me pareció un cuerpo dinámico, cambiante y expresivo. Una naturaleza abrupta, cruel, interconectada, bella y total. Sentí la tormenta y la necesidad de aceptarla con lo que viniera, como una posibilidad de sostenerse en el centro. Al día siguiente, aún conmovida por la experiencia reciente fui a ver las consecuencias del viento en mi jardín y apareció como central e ineludible esta verdad, “SIN PROFUNDIDAD NO HAY ALTURA”.
Entenderán que en este sentido relato quedan fuera todas las implicancias prácticas, destrozos, pérdidas de vidas, cortes de energía y conectividad que aún cuando escribo este texto persisten en el país. No estoy ajena a ese pesar; pero lo que a mí me tocó en esta ocasión fue sostener mi verdad para estar al centro y lo que la imagen del árbol me dijo claramente es que todo logro, crecimiento, éxito y eficiencia en este mundo debe necesariamente ir acompañada de un enraizamiento potente, para resistir los cambios y tormentas que la vida nos ponga. La robustes de nuestro ser psíquico no tiene que ver con todo aquello que logramos; sino mucho más con aquello que no resulta, que nos arroja a un espacio interno a veces oscuro y solitario. Me inquieta pensar que en nuestra cultura, incluso en nuestras teorías y sistemas psicológicos, los procesos que conducen a la profundidad son en su mayoría patologizados y diagnosticados. Somos como el eucaliptus, crecemos como un hermoso proyecto hacia el cielo; pero nos cortamos todo aquello que nos afirma en la tierra: Los duelos, las separaciones, las perdidas, las depresiones, los dolores, frustraciones y vergüenzas. Estamos acostumbrados a pensar en lo ascendente como algo deseable y lo descendente como algo indeseable. «Más es mejor», extraña certeza, extraño deseo, (cuando el deseo precisamente no conoce de esas lógicas).
Si nos pensamos como seres en desarrollo ascendente en todo momento, estamos condenados a cortarnos la profundidad, el valor y el sentido de ser quienes somos. Estamos condenados a quedarnos incompletos. Pero no es solo eso, porque es precisamente en el descenso en que se nos da el espacio de conectarnos con lo propio o auténtico, con lo originario y germinal. La lógica ascendente nos deja a todos un mismo camino de desarrollo, etapas por cumplir, logros personales y materiales que alcanzar. Una suerte de video juego en el que todos estamos sobrepasando las mismas etapas ¿y? ¿eso es todo? ¿eso somos?. Incluso para el que llega a cumplir con la consigna del éxito, administrar toda esa abundancia se volverá un infierno; si no se han aprendido las profundidades de ser, de crear, del origen, del retorno.
Por último “todo viene de abajo hacia arriba” (otra vez la frase es de Jung), olvidar lo descendente es olvidar el origen único, divino y esencial, por el que cada uno de nosotros ha venido a ser.
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