La importancia de la imaginación para ser original o mi historia con las jirafas.

“todos nacemos originales y nos morimos copias” Carl Gustav Jung.

Parto este texto con mariposas en el alma. Sé que tengo que escribirlo no más,  que no tiene que ser brillante ni excepcional. No es para mí, sino para toda esa otra parte de mi existencia que no está contenida en ese pronombre. Pongo la cita de Jung ,  lo traigo al frente porque sin esa alma la mía no habría sabido qué eran estas figuras, que emergieron en mí antes que la razón.

¿Para quién es este texto? Para mi alma, ¿Quién lo va a leer? Nadie, no alguien en particular. No espero feedback ni “likes” (o ¿si?), pero  hay una cosa que puedo sentir claramente que espero: que alguien resuene, levante sus propias formas, abra el mate y se demore menos tiempo que mi alma en encontrar su camino. Entonces la frase de Jung viene al caso por su simpleza y el peso de su sentido ¿alguien se acuerda cuando fue original?, yo tengo algunos chispazos, todos de mi infancia: visiones nocturnas de paisajes apocalípticos, aspiraciones de columpiarme en la luna, la fija idea de que los árboles en el invierno se daban vuelta (litera, escondían sus copas bajo la tierra y sus raíces salían al cielo) y que en el perfil de las montañas estaban recostados los gigantes que nos crearon. Tan fuertes eran esas imágenes que aún con todo lo copia que puedo llegar a ser, se mantienen en el borroneado original que soy.

El mundo aún me parece irreal, tal vez ya no con tanta originialidad, pero me asombra y conmueve por su belleza, por su perfección, la simple creación. En medio de esa irrealidad, entrando al mundo del logos me presentaron a las jirafas (si, jirafas, camélidos de África) y me parecieron animales de talla Jurásica, inexistentes. Recuerdo la primera vez que las en movimiento – imágenes National Geografic en las noticias- debo haber tenido como 4 años. Su caminar las hizo parecer aún más irreales para mí ¿las han visto?, si el movimiento empezara en su cuello y terminara en sus cuatro eternas piernas. Dudé de su existencia, pero me fijé como lo hacen los ufólogos con la vida extraterrestre. ¿por qué? creo poder decir hoy que la irrealidad entraba a la “realidad consensuada” con cuello eterno, patas imposiblemente largas y pecas jurásicas. Como si de pronto uno de los gigantes se hubiera puesto de pie o hubiera pillado al árbol volteándose in fraganti.

La siguiente imagen es que mi mamá me lleva al zoológico. Otro de los prodigios de la existencia era para mí la mamá, cuya mano – siempre tironeando y apurando- ¡sabía llegar a tantos lados! ¿cómo sabía tantos caminos? ¿dónde guardaba el mapa, la calle, el transporte correcto para cada dirección? Simplemente era prodigioso. Fuimos en invierno, porque recuerdo la sensación de estar “tiesa” de tanto abrigo que llevaba puesto. Tal vez por esa razón cuando llegó la hora de ver a las jirafas, éstas no salieron de su alta morada. A penas se intuía su figura desde la puerta, la de sus piernas largas en la oscuridad de su aposento. Mi mamá me compró unos manís – como de consuelo- de esos en un paquetito de papel en tonos naranjos y amarillo y me senté a comer apoyando mi espalda en la reja. Debe haber sido poco rato, pero pa mi fue eterno, porque estaba aburrida y frustrada por el triste avistamiento de mis “unicornios”. Entonces por sobre mi hombro y entre los barrotes de la reja sentí un aliento calientito, seguido de una lengua amoratada que intentaba alcanzar – sin éxito mi paquete de maní. “lo que no resulta es justamente el camino a lo que debe ocurrirte”, es una frase justa. Porque el encuentro jamás habría sido más fantástico de otra manera. Estaba en el suelo, miré desde abajo hacia arriba al espléndido animal y la dimensión de esa visión fue absolutamente irreal. Experimenté algo con los sentidos, estuve ahí, Yo y la jirafa, pero la jirafa realmente no existía o no podía existir. Esa fue mi sensación.  Examen de Realidad no mantenido, lo consensual no existía. La Jirafa era percibida por todos mis sentidos, pero era mucho más ilimitada que eso, no alcanzaba con percibirla, no servían las reglas de este mundo animal, para ése ejemplar.

Hace unos días una bella mujer (alucinante como las jirafas), me pregunto ¿por qué lo de las jirafas Fran. Quise decir que es porque “las jirafas no existen” pero creo que no me atreví; sin embargo, aquí estoy sentada reconstruyendo el camino de esta visión mitológica, porque me di cuenta de que tiene que ver con mi “original”, y que ése original sintiente tiene información que el logos desestimó por poco razonable o confiable; que sin embargo sigue movilizando búsquedas, conexiones y círculos, símbolos y lenguajes. Me di cuenta de que me sano en el camino a ese original, que siempre pareció tan irreal como una jirafa, pero que al igual que ellas está ahí, esperando a que me saque los tapones y los prejuicios, para tomar forma y devenir.

Como entenderán ése primer encuentro no calmó mis ansias; sino más bien me llenó de jirafas en todas sus versiones. Me acuerdo de una querida paciente, que me comentó una vez que aún en su adultez sostenía conversaciones con su peluche, quién respondía con frases de contención y sabiduría a sus dolores y preocupaciones. “alucinaciones catatímicas” diría la psiquiatría, pero con un contenido siempre benéfico, amoroso y sanador emergía en medio de esas angustias proyectadas. Una voz o parte más sana de esa mujer salía a través de su peluche, que finalmente resultó ser una jirafa (cuando me dijo eso, me sentí que pasaba yo al otro lado del escritorio). “Tal vez el ánima tenga forma de jirafa y al igual que ellas, exista más allá de los sentidos” o tal vez no.

La conexión con ese sentido de irrealidad fue una búsqueda que no perseguí mucho más en mi adultez. Había que madurar, sostener, contener, razonar, aprender, publicar, hacer carrera, criar, educar, lograr. En ese camino me seguí llenando de objetos de patas largas, porque, aunque yo me olvidé de mi unicornio mi entorno pareció no permitírmelo y en cada cumpleaños, día de la madre o cariño material apareció una ofrenda con grandes manchas color café que atesoro en (el alma). No entendí entonces que era el camino a una conexión esencial, pero mis cercanos lo hicieron por mí.

Debo reconocer que tampoco entendía entonces lo vitales que pueden ser las compañías en esta vida para no perderte de lo esencial; sobre todo aquellos que están dispuestos a perseguir tu imaginación, aún cuando tú la hayas abandonado. De la mano del AMOR, (de ése que exige crecer, sanar, confiar, caotizar, cosmificar, morirse y volver) retomé la senda y de la mano de la MUERTE partí a África a buscar esa imagen de irrealidad. Las jirafas en Kenia fueron el punto de enantiodromía (dejaremos el término para otro capítulo). Amor y muerte, sueño y miedo convivían en un paisaje sobrecogedor para mí- porque “sin contrarios no hay progreso” como dice Blake, y el camino de la imaginación exige sumergirse en lo abismal, para soltar las vendas que nos hacen “llamar realidad a lo que vemos desde los agujeros de las cavernas y fantasioso al que parado fuera de la caverna mira al infinito”.

La tiradora de mi mano infantil y conocedora de todos los caminos murió o cambió su forma dos semanas antes de que fuera a encontrarme con mi “imaginación u original». Partí sintiéndome vacía, inexistente, culpable y fuera de la realidad. Partí a África, no es que haya visitado todo en continente, me refiero a que me fui partir hacia un lugar interno, inicial, arcaico y profundo en mí, en el que todo perdía dimensión y certidumbre, las formas no eran lo esencial y los sentidos se abrieron como grandes puertas al universo. Todo nuevo y todo tan antiguo. Los olores de mi infancia, mi abuela, las mallas de compras, los colores, la tierra roja y la inmensa pequeñez en medio de un paisaje glorioso. Ser insignificante ante la naturaleza fue un alivio, se una pequeña parte de un entramado generoso y sabio una contención. Mi abuela estaba ahí, mi mamá estaba ahí, miles de mujeres antes que yo estaban allí y me hacían sentirme “respaldada” pero una más, simplemente una más. Creí que estaba a salvo hasta que vino la inesperada locura una madrugada en Kenia. Había llovido y la tierra olía delicioso. Estaba por amanecer y a lo lejos, desde la ventana del hotel comenzaron a moverse los árboles o el suelo o ambos…no lo entendí bien. Sentí por un rato que me estaba alejando peligrosamente de la razón, sentí que no había muerte, pero sí angustia de soltar este bastión de mi existencia y subsistir, todo a flor de piel, todo bello, pero también agotador “demasiado bello para estar viva” pensé, mientras tanto las siluetas se habían acercado más, hasta alcanzar la casa y mi ventana ¿mi imaginación? No, ahí estaban ellas, largas, esbeltas y requirentes de atención o comida por las ventanas del lugar. Era más de una, larga, frágil, fuerte, inexistente, ahí, lengüeteando mis manos, recibiéndome en su propia tierra, una tierra irreal, maravillosa, imaginada.

El juicio me ha hecho por años pensar en la distancia que existe, entre la realización de mi imaginación y la cruda realidad en la que viven otros. Avergonzarme de este privilegio, banalizando al mismo tiempo la importancia de la experiencia que me tocó vivir. No soy persona de “gustos excéntricos”, sino más bien de asombrarse ante lo que hace posible las cosas que hago (desde tener un techo, comida y afectos) y agradecer por ello. Dicho esto, valido el sentido original de esta reflexión. Luego de la sensación de locura inminente, de la angustia de perderlo todo vino el regalo, la aceptación y la apertura. Recibir todo lo que la vida hace por seguir viva – y que incluye a la muerte- soltar el logos y aceptar la invitación a sumergirse en lo abismal


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