
La otra noche tuve un sueño, estaba en un lugar soleado y luminoso, como una casa en medio un descampado: abierta, alta y llena de luz. Mucha luz amarilla de mañana, de sol renacido entraba por los ventanales y en medio de un grupo de gente que pernoctaba ahí, todos repartidos por aquí y por allá, estaba yo, remoloneando y alargando el sueño ante el inminente momento de despertar.
De pronto me daba cuenta de que mi pierna estaba en contacto con otra, yo estaba de medio lado, apoyada en ese cuerpo y su mano acariciaba entre mi cuello y mi pelo, suave, cuidadoso y sin que yo despertara, pero tampoco estaba dormida. Alargaba el momento, el agrado de sentir ese contacto sin contraerme, sin amenaza ni culpa, con confianza, silenciosa. Delicia. Las yemas de esos dedos entibiaban mi piel que se abría como el paisaje al sol de la mañana, entregada, gozosa, sincera y anhelante a la textura de esos dedos. Nada más simple y complejo que eso.
Intimidad deliciosa que viene de la mano de un sueño y me hace tener añoranzas. Intuyo que la falta de ese contacto no más salida del vientre de mi madre hace de este sueño un deseo presente a lo largo de toda mi vida; calor, seguridad, bienvenida no se han dado por sentado. Ser deseada, sostenida, primero se ensaya de la mano de la familia y luego vienen “otras pieles”
Tengo en la sensación cientos de mañanas cálidas como la del sueño en mi infancia. Los olores de café con leche y tostadas, jugos de naranja y El Mercurio, desayunos infinitos entre sábanas suaves. Luego también sudores de mis niñitas soñando sus sueños apegadas a mi cuerpo, como si no hubiera otra superficie en el mundo. Intimidad, confianza, deseo de existir, como cuando los cachorritos muestran la guata diciendo “aquí me entrego a tu voluntad”, esperando cariño, feedback, confianza y deseo. Sosteniendo el deseo con confianza ¡qué cosa más difícil me parece lo que escribo!
La intimidad que viene de la mano de la piel de otro no me ha sido fácil. Pienso en amigas entrañables, secretos íntimos compartidos desde aventuras adolescentes hasta experiencia inconfesables de ser mujer o madre o buena mujer/madre. Disfruto de la sintonía de ese espacio con otros, interesarme, recibirles con calidez; sin embargo, eso que se hace necesario para sostener un vínculo íntimo, abriendo mis pieles es otra cosa.
La echo de menos, me hace falta. Intimidad de quedarse con otro en la piel, en presencia, no expectativa, alegría de respirar un aire cargado de noche, de erotismo o de alegría juntos, de poder estar. No hablo de sexo, porque entiendo que se puede tener sexo sin intimidad, sin tocar al otro con el ser; sino solo con el cuerpo. Al mismo tiempo entiendo que tener intimidad requiere y llama también a la piel – no necesariamente el sexo- cuando lo que siento por el otro es afecto y no deseo. El sexo y la intimidad me parece una experiencia brutalmente embriagadora y feliz.
Me cuesta mucho dar con las palabras, pero nada con las sensaciones. Ahí están todos los elementos; sin embargo, recrear la intimidad como una escenografía se me hace imposible. Es de una sofisticación máxima la intimidad sostenida con otro. Tiene piel, tiene confianza, pero no es un territorio conquistado jamás; hay que sostener los muros invisibles que la protegen, hay que distinguir las sensorialidades que la surten, hay que ejercitar el “reconocimiento de la piel” como un abdominal.
Perseverar, ser disciplinado, hay que tener tiempo (¿quién tiene tiempo?) ¿qué aspecto de mi vida cotidiana apunta a sostener este espacio íntimo? El amor por la conversa, el jugueteo cuerpo a cuerpo, la confianza, la lealtad. Intensa y genuina gana de entrar al otro, y luego de sostener ese pasadizo sellado con las palabras mágicas como la cueva de Alí Babá. Todo lo demás, y cuando digo eso digo que es la mayoría, digo que es muchísimo, atenta contra la intimidad. La desatiente el contacto apurado, la resolución rápida, el sexo por rendir o cumplir la cuota, el olvido, la falta de consideración, el hambre, la tarea pendiente, el celular notificante. TODO es un universo de posibilidades, muchas de ellas enormemente necesarias o atractivas, que postergan la conversación, el tacto de la piel, la conmoción frente a algo cotidiano, el silencio necesario para entrar.
Pienso en mi lista de supermercado, los quehaceres del día ¿qué conducta cotidiana, que elemento o que esfuerzo hago por sostener esos espacios con otros? Se me da maravilloso sostenerlos conmigo, – tal vez porque lo resolví sola desde chica- pero mi sueño me recuerda algo que extraño. El contacto, la piel, la raíz de otro.
Miro el diccionario a ver si resuelvo en las entrañas de la lengua española lo que necesito. La RAE dice esto:
Intimidad
Diccionario Real Academia Española
Definición
f. Amistad íntima.
Sin.:
confianza, amistad, familiaridad, fraternidad, estrechez, estrechura,
intrinsiqueza.
f. Zona espiritual íntima y reservada de una persona o de un grupo, especialmente de una familia.
Sin.:
interior, adentros, almario2.
“Intrinsiqueza” llama mi atención, algo que está ahí, solo por el hecho de ser. ¿La intimidad es entonces intrínseca al ser? ¿O son mis anhelos la fantasía de llenar una “falta” que no desaparece nunca? “interior, adentros, almario” me resuenan como las palabras con la vibración correcta.
El alma reclama su conexión originaria, colectiva, esencial y amorosa. La definición habla de algo que está dentro, hacia adentro, en un espacio interno, habla del alma ¿Habrá algo más adentro que el alma? No lo creo, tampoco algo más genuino. Pienso en ese espacio interior y me asalta el goce, un “quiero” certero. A entrar, a compartirse, a darse tiempo, silencio, contacto, piel, atención y ganas. A sentirme confiada y compartirme desde ése adentro que no es lo más oculto, sino lo más originario que tengo: mi alma. Quiero que vengas y toques mi alma como en el sueño, que no sea necesario estar demasiado despierto o dormido, sino simplemente entregarme a tu disposición de escuchar mi “almario”.

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